[...] Celeste vivía en la casa
de abajo, ella prefirió esa y no la de arriba, aunque estaba desocupada cuando
ella y Gustavo fueron a vivir allí. La casa de abajo tenía un ventanal
envidiable, que si bien el ruido de los muchachos en la calle se colaba hasta
la cocina y a veces resultaba bastante fastidioso, en época de verano, era una
bendición de Dios. Por allí se escabullía una brisa que ella nunca supo de dónde
salía, pero llegaba como bálsamo a refrescar a la familia. Pero aquella tarde —era
una tarde del mes de enero—, con un incipiente frente frío que decidió visitar
al caimán dormido, el ventanal se encontraba cerrado y Celeste disfrutaba de un
recién colado café, con su amiga Nena, cuando sonó el timbre del teléfono...
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